Las sociedad venezolana, sumida en una crisis total e historica, aun tiene ciertos disfrutes, que aunque sean para muy pocos, son solo digno de una sociedad pudiente y desarrollada. Por lo visto si es posible. The New York Times en español inicia el contenido de su trabajo investigativo y periodístico con esta pregunta: ¿La música puede hacer algo cuando no hay nada que hacer?
The New York Times / Zachary Woolfe / Foto Chris Lee
El año pasado la crisis económica de Venezuela se agudizó hasta convertirse en uno de esos problemas internacionales que muchos perciben como situaciones vagas e irresolubles. Mientras muchos culpan al gobierno por sus errores y las normativas ideológicas que han empobrecido al país, la escasez generalizada ha provocado que los enfermos mentales no puedan acceder a los medicamentos antipsicóticos y la sequía generó un estricto plan de racionamiento del servicio eléctrico que causa apagones en pueblos y ciudades.
Este es el inquietante contexto en el que el director Gustavo Dudamel, el exponente más famoso de la alta cultura que ha exportado esa nación en crisis, y su encantadora Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela llegaron a Nueva York para abrir la temporada del Carnegie Hall y ofrecer tres conciertos, del 6 al 8 de octubre.
La orquesta es otra versión de la orquesta juvenil de El Sistema, el programa de educación musical financiado con aportes del gobierno venezolano que ha sido elogiado por ayudar a sacar de la pobreza a miles de niños. A pesar de la gran labor de El Sistema, su cercanía con el gobierno ha hecho que muchos se pregunten si esa institución y la orquesta funcionan como una especie de órgano propagandístico de un régimen que ha arrastrado a su pueblo al desastre.
Esas inquietudes surgen mientras los integrantes de la Bolívar han pasado de ser una iniciativa educativa a convertirse en un conjunto internacional estándar en el que ya no descartan a sus miembros cuando crecen. Bajo la dirección artística de Dudamel, de 35 años, quien también es el director musical de la Filarmónica de Los Ángeles, la orquesta hace grabaciones profesionales, emprende tours y ofrece conciertos en prestigiosos recintos como el Carnegie Hall, un escenario en el que últimamente han tocado las filarmónicas de Nueva York, Berlín y la Orquesta Sinfónica de Chicago.
La presentación del jueves 6 de octubre no mostró a un grupo preparado para estar en compañía de esas orquestas consagradas: realizaron una ejecución que se sintió y sonó bien pero no fue un gran concierto. La Bolívar ya no es una orquesta juvenil, pero toca con la ferviente insipidez de los niños prodigio. Interpretaron coloridas piezas como “La Valse” de Ravel, “La consagración de la primavera” de Stravinsky y un surtido de bombones bailables, algunos mejor ejecutados que otros, que a menudo carecían de color. (Algo que también me pregunto es ¿por qué la orquesta es en su mayoría masculina?).
Sin embargo era evidente que los músicos estaban viviendo el momento de sus vidas. Sentado en medio de la multitud ataviada con smokings y vestidos de gala era difícil advertir que el país de esos músicos pasa por un momento de grandes sufrimientos. En unas breves declaraciones que dio en el escenario, centradas en su afecto por el oficio y la alegría de la música, Dudamel hizo una referencia indirecta a “los tiempos difíciles que estamos viviendo”, y eso fue todo.
¿Pero es suficiente? Esa pregunta ha perseguido la carrera de Dudamel. Al ser el rostro internacional de El Sistema, ha sido objeto de múltiples críticas por mantenerse en silencio (y por lo tanto aquiescente) mientras sigue recibiendo el apoyo del gobierno.
Dudamel ha dicho que su principal preocupación es la perpetuación de El Sistema. El año pasado surgió esa controversia con la visita de la Bolívar a California, por lo que escribió un artículo de opinión en Los Angeles Times en el que explicaba que tomar partido en el conflicto de su país podría politizar El Sistema, y eso sería una amenaza para la institución.
“Para quienes creen que he permanecido en silencio demasiado tiempo, les digo: No confundan mi falta de postura política con falta de compasión o ideales”, escribió en 2015. Recientemente ha sido un poco más directo. En septiembre pronunció un discurso en la Casa Blanca en el que mencionó brevemente los problemas de Venezuela diciendo que “en tiempos de crisis, el pecado imperdonable es restringir el acceso al arte”.
Gabriela Montero, una destacada pianista venezolana, lo reprendió en su página de Facebook. “Muchos venezolanos estamos altamente decepcionados de que nuevamente prefirió aislar a los músicos dándoles un lugar preferencial en la sociedad al insistir que la pregunta pertinente del momento, en medio de una crisis humanitaria tan devastadora, es: ‘¿Puede Venezuela salvar al Sistema?'”.
Con este tipo de dilemas éticos no hay respuestas fáciles, ya sea para Dudamel o para nosotros. Y esta no es la primera vez que hemos tenido que analizar nuestras brújulas morales como oyentes. Dudamel ha apostado por no involucrarse en la lucha partidista. Pero, ¿qué opinamos sobre la explícita actividad política del director de orquesta Valery Gergiev, quien apoya públicamente a Vladimir Putin, el presidente ruso que defiende las leyes contra los homosexuales y sofoca cualquier disidencia política?
Cuando los artistas soviéticos hacían giras por Estados Unidos durante la Guerra Fría, ¿estaban descongelando un conflicto o validaban las violaciones de los derechos humanos? Aunque un gobierno represivo es muy diferente a un individuo poderoso, muchos se han opuesto a las posiciones y acciones políticas del empresario David H. Koch. ¿Pero las opiniones de la gente impiden que disfruten de las presentaciones del New York City Ballet que se realizan en el teatro de Koch?
Pero no se trata de valorar la interpretación de música clásica a partir de la controversia política. Si queremos al arte —y debemos hacerlo— tenemos que darnos cuenta de que la pureza es imposible.
Así que no creo que tenga sentido, por ejemplo, boicotear al New York City Ballet para evitar al teatro de Koch. Pero tampoco debemos ignorar su comportamiento. Si nos gusta la enérgica interpretación del “Mambo” de West Side Story que hace la Bolívar, yo diría que también es nuestra responsabilidad aprender —y de alguna manera tenerlo en cuenta al escucharlos— sobre la situación que enfrentan los venezolanos.
La clave para los oyentes contemporáneos no solo es mantener los oídos abiertos, sino también los ojos. No existe tal cosa como la cultura apolítica. Y tampoco deberían existir los consumidores apolíticos de cultura.
“En las orquestas de El Sistema”, escribió Dudamel el año pasado, “el hijo de un líder de la oposición y de la hija de un ministro del gobierno pueden sentarse uno al lado del otro creando música hermosa”.
Nosotros, en la audiencia, no podemos permitirnos ese lujo.
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